Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Se quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús le intimó: «¡Cierra la boca y sal!» El demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño.
Todos comentaban estupefactos: «¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen».
Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca.
«Canto Gregoriano» © Con la autorización de Juliano Ravanello
«Goldberg Variations» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
Nos rodean, nos entrampan
con fuegos de artificio,
nos muerden por dentro.
Sus nombres son envidia,
soberbia, desprecio, violencia,
prepotencia, burla, vacuidad,
abuso…
Nos ciegan,
aturullan con su discurso
incesante, con su lógica aparente.
Nos envuelven en razones.
Y, sin apenas darnos cuenta,
nos asolan y alejan a unos de otros.
Camuflan el dolor de indiferencia,
y adornan la nostalgia con risas fáciles.
Señor de la verdad desnuda,
del amor posible,
de la justicia auténtica
Dios con rostro humano,
hombre que apunta a Dios…
Rompe las cadenas
y líbranos del mal.
Amén.
(José María R. Olaizola, sj)